—Pero joven, ¿no se da usted cuenta de que los tiempos de la poesía ya fallecieron?
—¿Está usted diciendo que ya no es posible encontrar belleza en este mundo? ¿Quizá lo que sugiere es que ya no queda lindeza alguna que plasmar sobre el papel?
—Lo que digo es que debería consumir su tiempo en quehaceres más beneficiosos. Hablo de capital, joven amigo.
—No se imagina cuánto me entristecen sus palabras, señor. ¿Cuán afligidas y apenadas estarán todas aquellas almas que tuvieron que abandonar la poesía, la pintura o tal vez la música para poder llevarse algo de pan a la boca? No es justo, querido amigo.
—La necesidad siempre es prioridad.
—¿Y qué me dice de la necesidad de leer o escribir unos versos? ¿De trazar con un pincel un lienzo en blanco? ¿De componer notas que un violín convertirá en hermosa melodía?
—Tiene usted una forma muy bohemia de ver la vida.
—Y no la cambiaría por nada, señor.
Blood of Crow
¿Quién controla la imaginación?
martes, 11 de julio de 2017
sábado, 17 de junio de 2017
LA GUERRERA Y EL REY
Y la guerrera, tras rescatar al príncipe de la torre custodiada por el dragón, le permitió subir con ella a su caballo y cabalgar de regreso al castillo donde el rey esperaba ansioso la llegada de su hijo tras su rescate.
—Gracias, bella dama —dijo. —Como compensación os permito que contraigáis nupcias con mi hijo, vuestro príncipe.
—Disculpad, mi señor; pero esta "bella dama" ya tiene su corazón ocupado.
Comenzó a caminar hacia la izquierda del rey con pasos metálicos debido a la armadura (sólo desprendido el yelmo bajo el brazo derecho) que aún llevaba. Se acercó a Clarence, la mucama jefa del castillo, y la besó en los labios. Miles de murmullos de los allí presentes resonaron en la gran sala. El rey entró en cólera:
—¡Pero esto...!
—Señor, tendréis que buscaros a otra persona para que elimine las telarañas de los elevados techos de este castillo vuestro. Clarence y yo decidimos hace meses, pues meses han pasado desde que nuestra relación es la que acabáis de observar con vuestros propios ojos, que nos iríamos juntas de este reino a vivir nuestra propia vida.
—¿Cómo osas mofarte de tu rey?
—No recuerdo haberos ridiculizado en ningún momento, señor. Vamos, sabéis que poseo habilidades para la batalla que muchos de vuestros hombres envidian en silencio; no hagáis que acabe con las vidas de algunos de ellos en una absurdo intento de detener mis planes junto a Clarence.
El rey estaba rojo de furia, mas sabía que aquella guerrera llevaba razón.
—¡Largaos! ¡Largaos de mi reino y no os atreváis a volver jamás!
Las dos mujeres se marcharon y una vez cerradas las puertas del castillo a sus espaldas, Clarence dijo:
—Por fin podremos estar juntas, mas aún una pregunta me ronda.
—¿De qué se trata?
—El príncipe no parecía muy disgustado con la negativa a casarte con él.
La guerrera rió.
—Oh, amada Clarence; te aseguro que me encantaría ver la cara del rey una vez sea consciente de la relación que hay entre su hijo y el chambelán del castillo. El mismo príncipe me contó dicha relación con ese muchacho mientras le traía de vuelta.
Ambas rieron en voz alta y se marcharon de aquel lugar para nunca regresar.
—Gracias, bella dama —dijo. —Como compensación os permito que contraigáis nupcias con mi hijo, vuestro príncipe.
—Disculpad, mi señor; pero esta "bella dama" ya tiene su corazón ocupado.
Comenzó a caminar hacia la izquierda del rey con pasos metálicos debido a la armadura (sólo desprendido el yelmo bajo el brazo derecho) que aún llevaba. Se acercó a Clarence, la mucama jefa del castillo, y la besó en los labios. Miles de murmullos de los allí presentes resonaron en la gran sala. El rey entró en cólera:
—¡Pero esto...!
—Señor, tendréis que buscaros a otra persona para que elimine las telarañas de los elevados techos de este castillo vuestro. Clarence y yo decidimos hace meses, pues meses han pasado desde que nuestra relación es la que acabáis de observar con vuestros propios ojos, que nos iríamos juntas de este reino a vivir nuestra propia vida.
—¿Cómo osas mofarte de tu rey?
—No recuerdo haberos ridiculizado en ningún momento, señor. Vamos, sabéis que poseo habilidades para la batalla que muchos de vuestros hombres envidian en silencio; no hagáis que acabe con las vidas de algunos de ellos en una absurdo intento de detener mis planes junto a Clarence.
El rey estaba rojo de furia, mas sabía que aquella guerrera llevaba razón.
—¡Largaos! ¡Largaos de mi reino y no os atreváis a volver jamás!
Las dos mujeres se marcharon y una vez cerradas las puertas del castillo a sus espaldas, Clarence dijo:
—Por fin podremos estar juntas, mas aún una pregunta me ronda.
—¿De qué se trata?
—El príncipe no parecía muy disgustado con la negativa a casarte con él.
La guerrera rió.
—Oh, amada Clarence; te aseguro que me encantaría ver la cara del rey una vez sea consciente de la relación que hay entre su hijo y el chambelán del castillo. El mismo príncipe me contó dicha relación con ese muchacho mientras le traía de vuelta.
Ambas rieron en voz alta y se marcharon de aquel lugar para nunca regresar.
jueves, 29 de septiembre de 2016
EL DETECTIVE DESEQUILIBRADO
Nos encontramos en la sala de interrogatorios de una comisaría. Dos agentes interrogan a un hombre del cual no poseen ninguna información, ni siquiera su nombre. El hombre había sido detenido por borrar sus propios datos del registro civil con una memoria USB en la que previamente había introducido su nombre, ahora un dato desconocido entre otros muchos, y que, gracias a eso, el sistema se había encargado automáticamente de buscar todos los archivos relacionados con aquel nombre y eliminarlos. La memoria USB quedó inservible tras su uso.
Llovía estrepitosamente, fácilmente podían oírse los truenos del exterior con asiduidad. Los ráfagas de luz que emitían los mismos también podían contemplarse a simple vista.
—¿Cómo se llama? —preguntó uno de los agentes algo irritado. Pero aquel hombre, sus manos esposadas a la mesa junto a la que se encontraba sentado, se limitó a alzar la mirada con expresión de leve desesperación—. ¿Es que no va a responder?
—Caballero, le he respondido a esa pregunta en tres ocasiones. Volver a hacerlo me parecería perder tanto mi tiempo como el suyo.
—No esperará que crea que usted es él, ¿verdad?
—Lo que usted decida creer no es en absoluto de mi interés, perdone que sea tan directo, pero me duelen un poco las muñecas y llevo con deseos de levantarme y estirar las piernas desde hace largo tiempo.
El otro guardia, que había entrado una media hora después que el primero, quiso saber qué nombre era ése tan difícil de creer.
—Es absurdo, este hombre dice ser...
—¡Soy Sherlock Holmes, mentecatos!
El segundo guardia quedó perplejo por unos segundos, no se le ocurría qué decir, hasta que mostró una leve sonrisa que hizo sonreír también al primer guardia.
—Agente Jeremiah, ¿se encuentra mejor su esposa? —preguntó el hombre esposado dirigiéndose al primer guardia, lo que hizo que éste perdiera rápidamente su sonrisa—. Y agente Harper, veo que le gusta pasar largo rato con su nueva mascota en el regazo. A mi me torturaría tanta tranquilidad y tiempo libre.
Los dos agentes cruzaron las miradas y acto seguido ambas fueron dirigidas a aquel hombre que los acababa de asombrar.
—¿Cómo puede saber eso? Así que finalmente se ha delatado a sí mismo y nos ha hecho descubrir que es un espía, ¿eh? —preguntó Jeremiah.
—¡Sí, hable de una maldita vez! —gritó Harper.
—No se imaginan cuánto envidio sus cerebros, tan poco ejercitados y desarrollados. El mío es una autopista en hora punta en la que cada coche viaja una idea y éstas, a su vez, son acompañadas por pequeñas conjeturas y suposiciones.
—¡Responda a la pregunta, maldito chalado! —gritó también Jeremiah.
—Si se parasen a observar unos minutos, verían que la respuesta es de lo más sencilla. Agente Jeremiah, la alianza que lleva en su dedo anular está demasiado reluciente, como si la hubiera limpiado esta misma mañana, lo cual me hace imaginar que su esposa ha sufrido algún tipo de enfermedad o accidente y usted ha abrillantado su alianza, pues se trata de un objeto significativo con el que muchos creen estar manifestando gran amor en esa aburrida ceremonia llamada boda, en señal de mostrar que se preocupa por ella y que todavía la ama. Por otro lado, el asunto del agente Harper es mucho más sencillo, pues tiene restos de pelaje de gato sobre sus rodillas, y eso me lleva a pensar que ha estado con el ya mencionado gato en el regazo mientras desayunaba esta mañana en su casa y leía el periódico. El gato debió estar largo tiempo sobre sus piernas, pues aunque puede apreciarse fácilmente que se ha sacudido el pantalón, había bastante pelaje sobre él y no ha podido quitarlo al completo.
Aquel hombre terminó de hablar y observó con una leve sonrisa y una mirada algo arrogante a los dos agentes que no podían contradecirle, pues había acertado en todas y cada una de las palabras que había pronunciado. Minutos después, Jeremiah reaccionó:
—¡Se acabó! ¡Esto es el colmo!
Se dirigió al hombre que decía ser Sherlock Holmes, liberó su mano izquierda de las esposas, le hizo ponerse de pie, le puso las manos en la espalda y volvió a esposar la mano que instantes antes había liberado.
—¿Qué vas a hacer con él? —quiso saber Harper.
—Encerrarlo, este hombre está chiflado. Que lo juzguen y determinen una sentencia. Yo me lavo las manos.
—Pero ha acertado tod...
—¡Me es igual! Este hombre cree ser un detective ficticio del siglo XIX, no podemos dejarlo en libertad.
Jeremiah empujó a aquel Sherlock Holmes y ambos se dirigieron con paso firme a los calabozos de aquella pequeña comisaría.
A la mañana siguiente Harper llegó al despacho que compartía con Jeremiah y arrojó el periódico de la mañana sobre la mesa de su compañero.
—¿Qué ocurre?
—Tenemos que ocuparnos de ese caso.
Jeremiah cogió el periódico, abierto por una página concreta, y leyó lo siguiente:
La pasada noche se cometió un crimen de misteriosa naturaleza en el 19 de la Calle Libertad, uno de los lugares con las casas más principescas del país. Durante varios años, la gran casa con el número 19 había pertenecido a Christina Adelstein, conocida entre sus parientes y amigos por su gran afición al teatro. La señorita Adelstein era una mujer, soltera, de 27 años de edad, y a su servicio se encontraban una mujer mayor ama de llaves, la señora Villalba, y un hombre de una edad similar, el mayordomo, llamado Kepler. La primera termina su turno de trabajo a las diez y duerme en el piso de arriba. El mayordomo no se encontraba en la casa en el momento de la tragedia debido a que estaba cuidando de un hermano que se encuentra enfermo. Desde las diez, las señorita Adelstein dispuso de la casa para ella sola. Sobre las once, un vecino de la zona se percató de que la puerta de la señorita Adelstein tenía la cerradura notablemente arañada y el picaporte destrozado, por lo que también fue consciente de que la puerta se encontraba abierta. Este vecino llamó varias veces a la señorita Adelstein para ver si estaba bien, pero viendo que no recibía respuesta alguna decidió entrar en la casa. Encontró a la misma fallecida junto a sus ropas y parte del suelo ensangrentados. También se encontró muerto al perro que habitaba la casa junto a ella, un dálmata de considerable tamaño. Se cree que ambos murieron debido a varias puñaladas que recibieron en distintas zonas de sus cuerpos. No se sabe nada más por el momento.
—De acuerdo, pongámonos en marcha.
Pasaron dos días desde que Harper entregara el periódico con la noticia del caso y aún no se había hallado al culpable ni poseían ningún indicio que les ayudara a dar con su paradero. Ambos se encontraban en el despacho que compartían, cada uno en su respectiva silla junto a las mesas correspondientes. Entonces Harper rompió el silencio:
—¿Recuerdas las deducciones que sacó el loco Sherlock Holmes sobre nosotros?
—¿No estarás pensando...?
—¿Tienes otra idea en mente? Ese hombre no es peligroso y no perdemos nada por intentarlo.
Jeremiah miró a su compañero durante unos segundos mientras reflexionaba sobre lo que le acababa de proponer. Finalmente dijo:
—Sea sólo por acabar de una vez con este caso.
Los agentes llegaron a la celda de Sherlock Holmes y encontraron a este aferrado con ambas manos a los barrotes de la celda con una sonrisa en los labios.
—¿Qué hace ahí parado?
—Es la imagen que ustedes desean ver, ¿no? —dijo. —Un hombre con una sonrisa desequilibrada y sujetando firmemente los barrotes de la celda en la que está encerrado, con aparentes ganas de querer confesar una supuesta verdad para poder salir de la misma. Pero eso no se ajusta a la realidad.
Tras decir la última frase la sonrisa desapareció de su rostro y soltó los barrotes para dirigirse a mirar a través de la pequeña ventana de la celda. Ambos agentes ignoraron la respuesta y el comportamiento del preso.
—Va a ayudarnos en un caso —dijo Jeremiah.
Sherlock Holmes desvió su mirada hacia ellos y volvió a sonreír.
—¡Eso es fantástico! Tanto lo es que obviaré que ni siquiera me hayan preguntado y lo hayan dado por hecho. ¿De qué se trata?
Tras explicar todo lo acontecido por el momento en el caso, llevaron al supuesto detective hasta la escena del crimen. Su cara reflejaba entusiasmo y concentración a partes iguales.
—Sabemos también que en el interior sólo se encuentran huellas de las víctimas, la señorita Adelstein y su perro. No hemos encontrado huellas de una segunda persona que podamos suponer se tratase del asesino.
—Suena de los más interesante, agente Harper.
Llamaron al estruendoso timbre de la vivienda y les recibió Kepler, el anciano mayordomo. Los acompañó por un largo y ancho pasillo hasta el amplio salón donde todo había ocurrido. Evidentemente, los cadáveres ya no se encontraban allí, pero por lo demás, no se había tocado nada. Sherlock Holmes se inclinó para observar más de cerca las pisadas que allí se encontraban. Minutos después volvió a su posición original.
—¿Qué le parece?
—Ya está.
—¿Disculpe?
—Ya lo he resulto.
—No es el momento ni el lugar para bromear, señor Holmes.
—Se lo voy a explicar y lo mejor será que me escuche atentamente porque no volveré a repetirlo: es evidente que a la señorita Adelstein no se ha suicidado y que, por lo tanto, ha sido asesinada. Pero ¿por qué no hay huellas de una segunda persona? Pues porque el asesino no la mató dentro de la casa, lo hizo en el exterior.
—Entonces, ¿quién la obligó a salir de la casa?
—Un perro.
—¿Un perro?
—Elemental, un perro de la misma raza y tamaño del que convivía con la señorita Adelstein. La obligó a salir de la casa mientras la mantenía mordida, la llevó hasta el lugar donde se encontraba el asesino y una vez muerta el perro la trajo de regreso. Vayan al bosque y muy posiblemente encuentren atado un dálmata a uno de los muchos árboles que allí se encuentran, desátenlo y regresará con su dueño, el asesino que buscamos.
Unos veinte minutos después de emprender la búsqueda encontraron al perro atado a un árbol. Tras desatarlo comenzó a correr y algunos de los agentes quedaron rezagados, pero finalmente el dálmata les guió hasta una pequeña cabaña en la que encontraron a una mujer que, tras ver a varios agentes en su hogar, confesó de inmediato.
—¿Se sabe el motivo por el cual cometió el asesinato? —quiso saber Sherlock Holmes.
—Parece ser que la señorita Adelstein coqueteaba con un hombre el cual le correspondía pero del que también estaba enamorada la mujer de la cabaña.
—Ah, el amor. Cuánto me alegro de que las emociones no tengan poder en mí.
—¿Podemos agradecérselo de alguna manera? A parte de otorgarle la libertad, por supuesto —dijo Jeremiah.
—Pues hace bastante que lo perdí y querría comprar uno nuevo.
—Lo que sea. ¿De qué se trata?
El peculiar Sherlock Holmes volvió a su hogar, un cenicero y un cigarrillo descansaban en un pequeña mesita junto a la ventana del salón de su hogar y sonreía junto a ésta mientras improvisaba varias melodías con su nuevo violín.
Llovía estrepitosamente, fácilmente podían oírse los truenos del exterior con asiduidad. Los ráfagas de luz que emitían los mismos también podían contemplarse a simple vista.
—¿Cómo se llama? —preguntó uno de los agentes algo irritado. Pero aquel hombre, sus manos esposadas a la mesa junto a la que se encontraba sentado, se limitó a alzar la mirada con expresión de leve desesperación—. ¿Es que no va a responder?
—Caballero, le he respondido a esa pregunta en tres ocasiones. Volver a hacerlo me parecería perder tanto mi tiempo como el suyo.
—No esperará que crea que usted es él, ¿verdad?
—Lo que usted decida creer no es en absoluto de mi interés, perdone que sea tan directo, pero me duelen un poco las muñecas y llevo con deseos de levantarme y estirar las piernas desde hace largo tiempo.
El otro guardia, que había entrado una media hora después que el primero, quiso saber qué nombre era ése tan difícil de creer.
—Es absurdo, este hombre dice ser...
—¡Soy Sherlock Holmes, mentecatos!
El segundo guardia quedó perplejo por unos segundos, no se le ocurría qué decir, hasta que mostró una leve sonrisa que hizo sonreír también al primer guardia.
—Agente Jeremiah, ¿se encuentra mejor su esposa? —preguntó el hombre esposado dirigiéndose al primer guardia, lo que hizo que éste perdiera rápidamente su sonrisa—. Y agente Harper, veo que le gusta pasar largo rato con su nueva mascota en el regazo. A mi me torturaría tanta tranquilidad y tiempo libre.
Los dos agentes cruzaron las miradas y acto seguido ambas fueron dirigidas a aquel hombre que los acababa de asombrar.
—¿Cómo puede saber eso? Así que finalmente se ha delatado a sí mismo y nos ha hecho descubrir que es un espía, ¿eh? —preguntó Jeremiah.
—¡Sí, hable de una maldita vez! —gritó Harper.
—No se imaginan cuánto envidio sus cerebros, tan poco ejercitados y desarrollados. El mío es una autopista en hora punta en la que cada coche viaja una idea y éstas, a su vez, son acompañadas por pequeñas conjeturas y suposiciones.
—¡Responda a la pregunta, maldito chalado! —gritó también Jeremiah.
—Si se parasen a observar unos minutos, verían que la respuesta es de lo más sencilla. Agente Jeremiah, la alianza que lleva en su dedo anular está demasiado reluciente, como si la hubiera limpiado esta misma mañana, lo cual me hace imaginar que su esposa ha sufrido algún tipo de enfermedad o accidente y usted ha abrillantado su alianza, pues se trata de un objeto significativo con el que muchos creen estar manifestando gran amor en esa aburrida ceremonia llamada boda, en señal de mostrar que se preocupa por ella y que todavía la ama. Por otro lado, el asunto del agente Harper es mucho más sencillo, pues tiene restos de pelaje de gato sobre sus rodillas, y eso me lleva a pensar que ha estado con el ya mencionado gato en el regazo mientras desayunaba esta mañana en su casa y leía el periódico. El gato debió estar largo tiempo sobre sus piernas, pues aunque puede apreciarse fácilmente que se ha sacudido el pantalón, había bastante pelaje sobre él y no ha podido quitarlo al completo.
Aquel hombre terminó de hablar y observó con una leve sonrisa y una mirada algo arrogante a los dos agentes que no podían contradecirle, pues había acertado en todas y cada una de las palabras que había pronunciado. Minutos después, Jeremiah reaccionó:
—¡Se acabó! ¡Esto es el colmo!
Se dirigió al hombre que decía ser Sherlock Holmes, liberó su mano izquierda de las esposas, le hizo ponerse de pie, le puso las manos en la espalda y volvió a esposar la mano que instantes antes había liberado.
—¿Qué vas a hacer con él? —quiso saber Harper.
—Encerrarlo, este hombre está chiflado. Que lo juzguen y determinen una sentencia. Yo me lavo las manos.
—Pero ha acertado tod...
—¡Me es igual! Este hombre cree ser un detective ficticio del siglo XIX, no podemos dejarlo en libertad.
Jeremiah empujó a aquel Sherlock Holmes y ambos se dirigieron con paso firme a los calabozos de aquella pequeña comisaría.
A la mañana siguiente Harper llegó al despacho que compartía con Jeremiah y arrojó el periódico de la mañana sobre la mesa de su compañero.
—¿Qué ocurre?
—Tenemos que ocuparnos de ese caso.
Jeremiah cogió el periódico, abierto por una página concreta, y leyó lo siguiente:
ASESINATO EN LA CALLE LIBERTAD
La pasada noche se cometió un crimen de misteriosa naturaleza en el 19 de la Calle Libertad, uno de los lugares con las casas más principescas del país. Durante varios años, la gran casa con el número 19 había pertenecido a Christina Adelstein, conocida entre sus parientes y amigos por su gran afición al teatro. La señorita Adelstein era una mujer, soltera, de 27 años de edad, y a su servicio se encontraban una mujer mayor ama de llaves, la señora Villalba, y un hombre de una edad similar, el mayordomo, llamado Kepler. La primera termina su turno de trabajo a las diez y duerme en el piso de arriba. El mayordomo no se encontraba en la casa en el momento de la tragedia debido a que estaba cuidando de un hermano que se encuentra enfermo. Desde las diez, las señorita Adelstein dispuso de la casa para ella sola. Sobre las once, un vecino de la zona se percató de que la puerta de la señorita Adelstein tenía la cerradura notablemente arañada y el picaporte destrozado, por lo que también fue consciente de que la puerta se encontraba abierta. Este vecino llamó varias veces a la señorita Adelstein para ver si estaba bien, pero viendo que no recibía respuesta alguna decidió entrar en la casa. Encontró a la misma fallecida junto a sus ropas y parte del suelo ensangrentados. También se encontró muerto al perro que habitaba la casa junto a ella, un dálmata de considerable tamaño. Se cree que ambos murieron debido a varias puñaladas que recibieron en distintas zonas de sus cuerpos. No se sabe nada más por el momento.
—De acuerdo, pongámonos en marcha.
Pasaron dos días desde que Harper entregara el periódico con la noticia del caso y aún no se había hallado al culpable ni poseían ningún indicio que les ayudara a dar con su paradero. Ambos se encontraban en el despacho que compartían, cada uno en su respectiva silla junto a las mesas correspondientes. Entonces Harper rompió el silencio:
—¿Recuerdas las deducciones que sacó el loco Sherlock Holmes sobre nosotros?
—¿No estarás pensando...?
—¿Tienes otra idea en mente? Ese hombre no es peligroso y no perdemos nada por intentarlo.
Jeremiah miró a su compañero durante unos segundos mientras reflexionaba sobre lo que le acababa de proponer. Finalmente dijo:
—Sea sólo por acabar de una vez con este caso.
Los agentes llegaron a la celda de Sherlock Holmes y encontraron a este aferrado con ambas manos a los barrotes de la celda con una sonrisa en los labios.
—¿Qué hace ahí parado?
—Es la imagen que ustedes desean ver, ¿no? —dijo. —Un hombre con una sonrisa desequilibrada y sujetando firmemente los barrotes de la celda en la que está encerrado, con aparentes ganas de querer confesar una supuesta verdad para poder salir de la misma. Pero eso no se ajusta a la realidad.
Tras decir la última frase la sonrisa desapareció de su rostro y soltó los barrotes para dirigirse a mirar a través de la pequeña ventana de la celda. Ambos agentes ignoraron la respuesta y el comportamiento del preso.
—Va a ayudarnos en un caso —dijo Jeremiah.
Sherlock Holmes desvió su mirada hacia ellos y volvió a sonreír.
—¡Eso es fantástico! Tanto lo es que obviaré que ni siquiera me hayan preguntado y lo hayan dado por hecho. ¿De qué se trata?
Tras explicar todo lo acontecido por el momento en el caso, llevaron al supuesto detective hasta la escena del crimen. Su cara reflejaba entusiasmo y concentración a partes iguales.
—Sabemos también que en el interior sólo se encuentran huellas de las víctimas, la señorita Adelstein y su perro. No hemos encontrado huellas de una segunda persona que podamos suponer se tratase del asesino.
—Suena de los más interesante, agente Harper.
Llamaron al estruendoso timbre de la vivienda y les recibió Kepler, el anciano mayordomo. Los acompañó por un largo y ancho pasillo hasta el amplio salón donde todo había ocurrido. Evidentemente, los cadáveres ya no se encontraban allí, pero por lo demás, no se había tocado nada. Sherlock Holmes se inclinó para observar más de cerca las pisadas que allí se encontraban. Minutos después volvió a su posición original.
—¿Qué le parece?
—Ya está.
—¿Disculpe?
—Ya lo he resulto.
—No es el momento ni el lugar para bromear, señor Holmes.
—Se lo voy a explicar y lo mejor será que me escuche atentamente porque no volveré a repetirlo: es evidente que a la señorita Adelstein no se ha suicidado y que, por lo tanto, ha sido asesinada. Pero ¿por qué no hay huellas de una segunda persona? Pues porque el asesino no la mató dentro de la casa, lo hizo en el exterior.
—Entonces, ¿quién la obligó a salir de la casa?
—Un perro.
—¿Un perro?
—Elemental, un perro de la misma raza y tamaño del que convivía con la señorita Adelstein. La obligó a salir de la casa mientras la mantenía mordida, la llevó hasta el lugar donde se encontraba el asesino y una vez muerta el perro la trajo de regreso. Vayan al bosque y muy posiblemente encuentren atado un dálmata a uno de los muchos árboles que allí se encuentran, desátenlo y regresará con su dueño, el asesino que buscamos.
Unos veinte minutos después de emprender la búsqueda encontraron al perro atado a un árbol. Tras desatarlo comenzó a correr y algunos de los agentes quedaron rezagados, pero finalmente el dálmata les guió hasta una pequeña cabaña en la que encontraron a una mujer que, tras ver a varios agentes en su hogar, confesó de inmediato.
—¿Se sabe el motivo por el cual cometió el asesinato? —quiso saber Sherlock Holmes.
—Parece ser que la señorita Adelstein coqueteaba con un hombre el cual le correspondía pero del que también estaba enamorada la mujer de la cabaña.
—Ah, el amor. Cuánto me alegro de que las emociones no tengan poder en mí.
—¿Podemos agradecérselo de alguna manera? A parte de otorgarle la libertad, por supuesto —dijo Jeremiah.
—Pues hace bastante que lo perdí y querría comprar uno nuevo.
—Lo que sea. ¿De qué se trata?
El peculiar Sherlock Holmes volvió a su hogar, un cenicero y un cigarrillo descansaban en un pequeña mesita junto a la ventana del salón de su hogar y sonreía junto a ésta mientras improvisaba varias melodías con su nuevo violín.
lunes, 8 de agosto de 2016
TANKURO
Se abre el telón, el público en penumbras y una única luz ilumina el centro del pequeño escenario. Sale a escena Tankuro, un títere humanoide disfrazado de arlequín. Su sonrisa es amplia, tanto que inspiraba infinidades de sentimientos excepto alegría. Comenzó a hablar con una voz que no le pertenecía, pero él lo ignoraba. Tankuro relataba circunstancias cómicas de su pasado. Desdichado sea, pues dichas circunstancias nunca fueron casuales. Agitaba sus pequeños bracitos de trapo y madera para imitar las alas de un ave, saltaba para fingir que lo hacía sobre charcos con la suficiente agua para mojarse casi al completo, se arrojaba al suelo aparentando desmayarse para segundos después despertar haciendo un sonido agudo con su voz prestada... Tras terminar sus actuaciones marchaba a dormir a su lecho: una superficie rectangular forrada de cuero. Y allí dormitaba hasta minutos previos de su próxima función. Oh, desdichada marioneta, ahora llega el golpe que te quitará esa venda tan fuertemente aferrada que llevas sobre los ojos. Comenzaba una nueve actuación; telón arriba, público en la oscuridad y la pequeña luz que lo iluminaba. Tan sólo unos pocos minutos después de comenzar con sus chanzas, tropezó. Cuán grande fue su sorpresa cuando se vio levantarse rápidamente siendo consciente de que aquel accidente lo había dejado momentáneamente petrificado. ¡Prácticamente levitó! Pese a su desconcierto, oyó a la que él creía que era su voz continuar con las cómicas historias. El miedo le empezaba a poseer. Fue entonces cuando alzó la vista a las alturas y contempló unos finos y poco visibles hilos que se unían a sus brazos, a sus piernas, a su cabeza... Su mundo, o el que habían creado para él, se le cayó a los pies. Su vida era una mentira, sus decisiones nunca fueron tomadas por él, su voz y sus historias nunca fueron realmente suyas... Ni siquiera era un arlequín, era un alma. Un alma sin cuerpo que doblegar a su voluntad. Atrapada en un cuerpo compuesto por trapos y madera. Y nada podía hacer para remediar esos hechos. Ahora sólo podía esperar que su madera se pudriera y fuera usada para alimentar el fuego.
sábado, 2 de julio de 2016
ANNE-MARIE
Cumplíase una semana desde que Anne-Marie habitaba en el Convento de la Santa Piedad. Sus padres la habían destinado a aquel lugar porque creían que los ideales por los que se regía su hija no sólo no eran los que ellos consideraban correctos, sino que además pensaban que eran enfermizos y gravemente absurdos.
Cuando Anne-Marie vivía en casa de sus padres, en un ciudad medianamente moderna, tenía como amigo a un chico homosexual, un chico llamado Henry. Habían quedado en varias ocasiones para ir al cine, tomar algo o simplemente pasear. Una vez fueron al cine de clásicos que había en la ciudad a ver Forajidos. Ambos disfrutaron mucho de aquella película. Anne-Marie quedó embelesada por aquella Ava Gardner de los años 40, le pareció preciosa.
Tras salir del cine ni siquiera atardecía, lo cual quería decir que tenían tiempo de sobra para ir a los jardines que se situaban dos calles más abajo a tumbarse entre las finas briznas de hierba y dejar que éstas les cosquillearan los tobillos y muñecas, las únicas extremidades que no cubrían las informales vestimentas que llevaban. Fue entonces cuando el señor Wells, el padre de Anne-Marie, acompañados de un par de compañeros de trabajo y amigos, los vio cómo reían y se pellizcaban, haciendo honor a esas sanas y divertidas tomaduras de pelo propias de los adolescentes. Tras un «Disculpad» destinado a sus dos acompañantes, el señor Wells se dirigió a los dos jóvenes. Al llegar a ellos sujetó a su hijo del brazo, la hizo ponerse en pie y ambos marcharon, de este modo, a casa.
Una vez en el hogar, Norman Wells, pues ese era su nombre, encolerizado, miró a su hija y dijo:
—¿Qué diantres estabas haciendo?
—¿Qué crees que estaba haciendo? Porque no entiendo nada de lo que está pasando.
—Mis compañeros de trabajo te han visto acompañada de ese...
—¿De ese qué? — preguntó Anne-Marie comenzando a enfadarle el rumbo de la conversación.
—¡De ese bujarra! —estalló su padre. —¿Tienes idea de la posición en me dejo eso a mí? ¿Qué les voy a decir mañana a la gente que trabaja conmigo?
Anne-Marie no pudo contener tanta vergüenza e impotencia que le hacía sentir su padre que, por primera vez, se enfrentó a él sin pensar en las consecuencias que ello podía acontecer:
—¡Ese chico se llama Henry, y es más hombre de lo que tu serás jamás, desgraciado!
Tras escasos segundos de perplejidad por parte del señor Wells, éste le propinó una fuerte bofetada a su hija, que cayó al suelo. Se levantó rápidamente, con los ojos llenos de lágrimas, y se fue corriendo a su habitación. Su madre, que lo había oído todo, llevaba largo rato llorando en la habitación de matrimonio que compartía con su marido.
Al día siguiente comunicaron a Anne-Marie que sería internada en un convento llamado Convento de la Santa Piedad. Su padre le dio un folleto. «Para que te vayas familiarizando con el lugar» le dijo.
Tras una semana en aquel convento, la ansiedad y rabia que sentía hacia su padre habían disminuido considerablemente, pero aún las conservaba. Anne-Marie sabía que si volvía a ver a su padre, esos sentimientos volverían a ella con la misma intensidad que la primera vez.
Anne-Marie no era creyente, nunca lo había sido ni lo sería; pensaba que una vez transcurridos unos meses la sacarían de aquel lugar. El resto de monjas, tanto novicias como las que llevaban años en el convento, conocían la inexistencia de fe en ella. Aun así Anne-Marie se llevaba muy bien con todas, pues, aun no creyendo en las historias de La Biblia, mostraba interés por conocerlas porque le resultaban interesantes como relatos de ficción, aunque ella jamás los definió así para no herir los sentimientos de las demás, razón por la que Anne-Marie caía bien en aquel lugar.
Había llegado la noche; una noche fría pero sin lluvia en la que Anne-Marie no conseguía conciliar el sueño. Se acordó de Henry y de lo que lo echaba de menos. Se acordó de su madre y se preguntó si su padre estaría tomándola como fuente en la que descargar el enojo que debía tener con su hija. Alejó ese pensamiento de su mente, pues de ser cierto ella no podría hacer nada al respecto. Se acordó de la libertad que ya no poseía. Se acordó de poder vestir con prendas que ella misma pudiese escoger. Se acordó de poder decir tacos sin que nadie le llamara la atención. Y sumida en esos recuerdos se le fueron cerrando los ojos hasta quedarse dormida.
Por la mañana se percató de que su camisola interior tenía una rasgadura en diagonal que perfectamente podría haberse llevado a cabo con un cuchillo. Quedóse mirando su cadera desnuda gracias a aquella rasgadura durante unos minutos cuando escuchó el arrastrar de lo que parecían unas cadenas. Dirigió la mirada hacia donde se producía el sonido: unos de las esquinas de su pequeño cuarto. En ella vio a un hombre adulto prisionero de unas cadenas cerradas sobre sus dos muñecas y su cuello. Los extremos opuestos de las cadenas concluían en la pared donde se encontraba aquel hombre cabizbajo; no se le veía el rostro. Estaba desnudo salvo por una especie de trapo grande y desgarrado que usaba para ocultar sus vergüenzas. El hombre murmuraba algo:
—Ayúdame... Libérame... Estoy...
Anne-Marie no oía lo que aquel hombre estaba diciendo, así que, a pesar del miedo que sentía en ese momento, aguzó el oído para intentar comprender aquellas palabras.
Fue entonces cuando aquel hombre, con una velocidad imposible, corrió velozmente quedando so rostro a escasos centímetros del de Anne-Marie.
—¡LIBÉRAME! — gritó.
Anne-Marie despertó empapada en sudor; le temblaban las manos. Tardó unos instantes en percatarse de que todo había sido un sueño. Miró entonces la rasgadura pero allí no había nada, sus ropas estaban intactas.
Tras recuperarse completamente de su pesadilla, Anne-Marie se encontraba en la laguna que había junto al convento. Se había desprovisto de sus ropajes de novicia, por lo que volvía a llevar únicamente la camisola y un amplio collar de bolas circulares de madera coloreadas de negro. El agua le cubría hasta las rodillas; miraba su reflejo mientras su largo cabello negro quedaba a muy poca distancia de tocar la laguna. Movía el agua con su mano para deformar su reflejo hasta que instantes después volvía a aparecer con claridad, pues hacía un día soleado de lo más agradable.
Continuaba deformando su reflejo con la mano hasta que éste tardo más de lo esperado en volver a formarse. Cuando lo hizo, el reflejo que contempló carecía de una larga cabellera, más bien al contrario, su pelo era escaso, como si lo acabasen de cortar. Era el hombre de su pesadilla. Anne-Marie, asustada, tropezó cayendo sobre el reflejo y quedando totalmente calada.
Pasaron días antes de que Anne-Marie dejara de pensar en aquel reflejo que vio en la laguna. Pasaron meses, pues ya vestía el ropaje de monja y no el de novicia, cuando la pesadilla volvió. Se encontraba en su habitáculo cuando una voz que ya conocía la hizo despertar.
—Libérame, por favor... — susurraba.
Anne-Marie, enfrentándose al terror que la invadía, preguntó:
—¿Quién eres? ¿Qué quieres?
—Debes liberarme. Astartea me tiene preso y no me deja marchar a los Cielos. Me usa para vengarse del mal trato que sufre por parte de Astaroth, su marido. La desprecia, la aborrece y, por parte de ella, el sentimiento es mutuo, pero ha decido desatar su ira en mí, un simple granjero. Tienes que ayudarme, por favor, tienes que...
En ese mismo momento el armario donde Anne-Marie guardaba su ropa calló al suelo y una de las cortinas que acompañaban a la ventana prendía en llamas no demasiado grandes. Un espeso humo comenzó a invadir la habitación. La chica, que aún estaba en la cama, sintió que había una tercera presencia. Cuando el humo se disipó pudo ver a Astartea. Da la cabeza de este ser emergía unos cuernos de media luna. Su cuerpo era rojizo. Un rojizo tan oscuro que parecía negro. Pero era hermosa y temible.
—No puedes ayudarlo, necia — dijo.
—¿Y... y si me propusiera hacerlo?
—Morirías. Yo te mataría.
—Todos los seres tienen debilidades.
—Oh, ¿y crees poder averiguar el mío?
—¿Eso significa que es cierto?
Astartea, enfurecida, gritó con voz demoníaca:
—¿CREES QUE PUEDES DERROTARME? ¿CREES QUE TIENES MÁS PODER QUE YO?
Anne-Marie sentía su corazón latiendo a una velocidad muy elevada. Alzó la cabeza para mirar a aquel demonio a los ojos y, tras varios segundos, Astartea se abalanzó hacia ella. No para golpearla, sino para penetrar dentro de ella. La poseyó.
La chica gritaba de dolor, las llamas del mismo infierno la quemaban desde dentro. Se la oía gritar al mismo tiempo que Astartea reía. Entonces, Anne-Marie aferró un pequeño crucifijo que se situaba en la mesilla de noche. Ahora Astartea también gritaba de dolor. También se quemaba. El rostro de aquellos seres en un solo cuerpo era monstruoso.
Cuando Anne-Marie vivía en casa de sus padres, en un ciudad medianamente moderna, tenía como amigo a un chico homosexual, un chico llamado Henry. Habían quedado en varias ocasiones para ir al cine, tomar algo o simplemente pasear. Una vez fueron al cine de clásicos que había en la ciudad a ver Forajidos. Ambos disfrutaron mucho de aquella película. Anne-Marie quedó embelesada por aquella Ava Gardner de los años 40, le pareció preciosa.
Tras salir del cine ni siquiera atardecía, lo cual quería decir que tenían tiempo de sobra para ir a los jardines que se situaban dos calles más abajo a tumbarse entre las finas briznas de hierba y dejar que éstas les cosquillearan los tobillos y muñecas, las únicas extremidades que no cubrían las informales vestimentas que llevaban. Fue entonces cuando el señor Wells, el padre de Anne-Marie, acompañados de un par de compañeros de trabajo y amigos, los vio cómo reían y se pellizcaban, haciendo honor a esas sanas y divertidas tomaduras de pelo propias de los adolescentes. Tras un «Disculpad» destinado a sus dos acompañantes, el señor Wells se dirigió a los dos jóvenes. Al llegar a ellos sujetó a su hijo del brazo, la hizo ponerse en pie y ambos marcharon, de este modo, a casa.
Una vez en el hogar, Norman Wells, pues ese era su nombre, encolerizado, miró a su hija y dijo:
—¿Qué diantres estabas haciendo?
—¿Qué crees que estaba haciendo? Porque no entiendo nada de lo que está pasando.
—Mis compañeros de trabajo te han visto acompañada de ese...
—¿De ese qué? — preguntó Anne-Marie comenzando a enfadarle el rumbo de la conversación.
—¡De ese bujarra! —estalló su padre. —¿Tienes idea de la posición en me dejo eso a mí? ¿Qué les voy a decir mañana a la gente que trabaja conmigo?
Anne-Marie no pudo contener tanta vergüenza e impotencia que le hacía sentir su padre que, por primera vez, se enfrentó a él sin pensar en las consecuencias que ello podía acontecer:
—¡Ese chico se llama Henry, y es más hombre de lo que tu serás jamás, desgraciado!
Tras escasos segundos de perplejidad por parte del señor Wells, éste le propinó una fuerte bofetada a su hija, que cayó al suelo. Se levantó rápidamente, con los ojos llenos de lágrimas, y se fue corriendo a su habitación. Su madre, que lo había oído todo, llevaba largo rato llorando en la habitación de matrimonio que compartía con su marido.
Al día siguiente comunicaron a Anne-Marie que sería internada en un convento llamado Convento de la Santa Piedad. Su padre le dio un folleto. «Para que te vayas familiarizando con el lugar» le dijo.
Tras una semana en aquel convento, la ansiedad y rabia que sentía hacia su padre habían disminuido considerablemente, pero aún las conservaba. Anne-Marie sabía que si volvía a ver a su padre, esos sentimientos volverían a ella con la misma intensidad que la primera vez.
Anne-Marie no era creyente, nunca lo había sido ni lo sería; pensaba que una vez transcurridos unos meses la sacarían de aquel lugar. El resto de monjas, tanto novicias como las que llevaban años en el convento, conocían la inexistencia de fe en ella. Aun así Anne-Marie se llevaba muy bien con todas, pues, aun no creyendo en las historias de La Biblia, mostraba interés por conocerlas porque le resultaban interesantes como relatos de ficción, aunque ella jamás los definió así para no herir los sentimientos de las demás, razón por la que Anne-Marie caía bien en aquel lugar.
Había llegado la noche; una noche fría pero sin lluvia en la que Anne-Marie no conseguía conciliar el sueño. Se acordó de Henry y de lo que lo echaba de menos. Se acordó de su madre y se preguntó si su padre estaría tomándola como fuente en la que descargar el enojo que debía tener con su hija. Alejó ese pensamiento de su mente, pues de ser cierto ella no podría hacer nada al respecto. Se acordó de la libertad que ya no poseía. Se acordó de poder vestir con prendas que ella misma pudiese escoger. Se acordó de poder decir tacos sin que nadie le llamara la atención. Y sumida en esos recuerdos se le fueron cerrando los ojos hasta quedarse dormida.
Por la mañana se percató de que su camisola interior tenía una rasgadura en diagonal que perfectamente podría haberse llevado a cabo con un cuchillo. Quedóse mirando su cadera desnuda gracias a aquella rasgadura durante unos minutos cuando escuchó el arrastrar de lo que parecían unas cadenas. Dirigió la mirada hacia donde se producía el sonido: unos de las esquinas de su pequeño cuarto. En ella vio a un hombre adulto prisionero de unas cadenas cerradas sobre sus dos muñecas y su cuello. Los extremos opuestos de las cadenas concluían en la pared donde se encontraba aquel hombre cabizbajo; no se le veía el rostro. Estaba desnudo salvo por una especie de trapo grande y desgarrado que usaba para ocultar sus vergüenzas. El hombre murmuraba algo:
—Ayúdame... Libérame... Estoy...
Anne-Marie no oía lo que aquel hombre estaba diciendo, así que, a pesar del miedo que sentía en ese momento, aguzó el oído para intentar comprender aquellas palabras.
Fue entonces cuando aquel hombre, con una velocidad imposible, corrió velozmente quedando so rostro a escasos centímetros del de Anne-Marie.
—¡LIBÉRAME! — gritó.
Anne-Marie despertó empapada en sudor; le temblaban las manos. Tardó unos instantes en percatarse de que todo había sido un sueño. Miró entonces la rasgadura pero allí no había nada, sus ropas estaban intactas.
Tras recuperarse completamente de su pesadilla, Anne-Marie se encontraba en la laguna que había junto al convento. Se había desprovisto de sus ropajes de novicia, por lo que volvía a llevar únicamente la camisola y un amplio collar de bolas circulares de madera coloreadas de negro. El agua le cubría hasta las rodillas; miraba su reflejo mientras su largo cabello negro quedaba a muy poca distancia de tocar la laguna. Movía el agua con su mano para deformar su reflejo hasta que instantes después volvía a aparecer con claridad, pues hacía un día soleado de lo más agradable.
Continuaba deformando su reflejo con la mano hasta que éste tardo más de lo esperado en volver a formarse. Cuando lo hizo, el reflejo que contempló carecía de una larga cabellera, más bien al contrario, su pelo era escaso, como si lo acabasen de cortar. Era el hombre de su pesadilla. Anne-Marie, asustada, tropezó cayendo sobre el reflejo y quedando totalmente calada.
Pasaron días antes de que Anne-Marie dejara de pensar en aquel reflejo que vio en la laguna. Pasaron meses, pues ya vestía el ropaje de monja y no el de novicia, cuando la pesadilla volvió. Se encontraba en su habitáculo cuando una voz que ya conocía la hizo despertar.
—Libérame, por favor... — susurraba.
Anne-Marie, enfrentándose al terror que la invadía, preguntó:
—¿Quién eres? ¿Qué quieres?
—Debes liberarme. Astartea me tiene preso y no me deja marchar a los Cielos. Me usa para vengarse del mal trato que sufre por parte de Astaroth, su marido. La desprecia, la aborrece y, por parte de ella, el sentimiento es mutuo, pero ha decido desatar su ira en mí, un simple granjero. Tienes que ayudarme, por favor, tienes que...
En ese mismo momento el armario donde Anne-Marie guardaba su ropa calló al suelo y una de las cortinas que acompañaban a la ventana prendía en llamas no demasiado grandes. Un espeso humo comenzó a invadir la habitación. La chica, que aún estaba en la cama, sintió que había una tercera presencia. Cuando el humo se disipó pudo ver a Astartea. Da la cabeza de este ser emergía unos cuernos de media luna. Su cuerpo era rojizo. Un rojizo tan oscuro que parecía negro. Pero era hermosa y temible.
—No puedes ayudarlo, necia — dijo.
—¿Y... y si me propusiera hacerlo?
—Morirías. Yo te mataría.
—Todos los seres tienen debilidades.
—Oh, ¿y crees poder averiguar el mío?
—¿Eso significa que es cierto?
Astartea, enfurecida, gritó con voz demoníaca:
—¿CREES QUE PUEDES DERROTARME? ¿CREES QUE TIENES MÁS PODER QUE YO?
Anne-Marie sentía su corazón latiendo a una velocidad muy elevada. Alzó la cabeza para mirar a aquel demonio a los ojos y, tras varios segundos, Astartea se abalanzó hacia ella. No para golpearla, sino para penetrar dentro de ella. La poseyó.
La chica gritaba de dolor, las llamas del mismo infierno la quemaban desde dentro. Se la oía gritar al mismo tiempo que Astartea reía. Entonces, Anne-Marie aferró un pequeño crucifijo que se situaba en la mesilla de noche. Ahora Astartea también gritaba de dolor. También se quemaba. El rostro de aquellos seres en un solo cuerpo era monstruoso.
Finalmente Astartea se desprendió del cuerpo de Anne-Marie y ésta, aprovechando la debilidad que dominaba a aquel ser diabólico, le incrustó el crucifijo en el cráneo. Astartea aulló de dolor para a continuación desvanecerse en un montón de cenizas. Miró al hombre, que desaparecía poco a poco, su piel translúcida, y supo que lo había liberado.
Limpió y volvió a colocar todo en su lugar correspondiente. Para su sorpresa no había nada roto. Arrancó la cortina quemada y la guardó bajo el colchón. A la mañana siguiente dijo no saber qué había sido de la misma. Al parecer nadie había oído nada con respecto a lo sucedido la noche anterior, así que ella jamás dijo nada.
lunes, 8 de febrero de 2016
MI PALACIO DE 40 m²
Era un día tranquilo de lluvia, las gotas emitían sonoros impactos en los cristales de las ventanas. Había silencio absoluto en toda la casa. En toda la casa excepto en la habitación de Erika, una niña de siete años la cual estaba algo asustada debido a los relámpagos del exterior. Yo, su hermano, Leonardo, intentaba que se calmase con uno de los muchos mundos que solía inventar para ella.
-¿Recuerdas qué fue lo que me dijiste ayer sobre los piratas y sus barcos? - le dije.
-Que me convertiré en capitana de uno de esos barcos y... - en ese instante un relámpago se dejó caer acompañado de un gran estruendo y Erika hundió la cabeza bajo las mantas de su cama. Aun así terminó lo que empezó. -... y surcaré los mares en él.
Comencé a hacerle cosquillas simulando que eran pirañas las que las provocaban y finalmente conseguí que mostrara una sonrisa, lo que la calmó bastante. Unos minutos después Erika se durmió y yo me levanté de aquella cama para hacer lo propio. Fue entonces cuando oí llamar a la puerta. Me quedé inmóvil unos instantes hasta que comencé a dirigirme a la entrada de la casa. Sin pararme a pensar abrí la puerta sin preguntar quién se encontraba al otro lado. Una figura de mujer vestida de negro apareció tras la misma. No podía ver su cara, pues un paraguas del mismo color que los ropajes lo impedía.
-¿Qué desea? - La mujer se apartó el paraguas del rostro con excesiva lentitud. Cuando lo hizo me percaté de que conocía a la persona que se encontraba frente a mí. En realidad sería difícil encontrar a alguien que no lo hiciera -. Vaya, nunca imaginé a la princesa Esvicia llamando a mi puerta.
-¿Puedo entrar? Me estoy empapando.
-Pasa si gustas.
Esvicia entró en mi pequeño hogar, se quitó el sombrero que llevaba junto a su chaqueta y me los tendió para que los guardase. Cuán grande sería su sorpresa cuando le señalé un perchero donde podía dejarlo todo. Tras unos segundos de incredulidad lo hizo y repitió el gesto con su paraguas y mi paragüero.
Una vez en el salón encendí una lamparita que nos proporcionó una luz tenue cuya iluminación era más que suficiente para tratar el asunto de la princesa, sea cual fuere éste. Le ofrecí asiento en el sofá viejo y de tres cuerpos que heredé de mis padres. Ella se sentó en el extremo izquierdo y yo en el opuesto.
-¿A qué has venido a mi casa, Esvicia?
-No pareces sorprendido.
-Es sorpresa sosegada por un manto de molestia.
-¿Crees que es adecuado hablarle de ese modo a una princesa? Por no decir que usa la primera persona para dirigirse a mí.
-¿Crees que es adecuado llamar a la puerta de alguien y tras unos minutos de cháchara insulsa aún no haber expuesto el asunto del que has venido a tratar? ¿Qué es lo que quieres, Esvicia?
La cara de Esvicia fue adquiriendo gestos de enojo añadidos a los de sorpresa que ya poseía. No podía evitar sentir algo de placer al contemplar su incomodidad. Pero era ella la que se había presentado en mi casa en plena madrugada, ¿no?
-Tengo entendido que puedes solucionar problemas emocionales.
-Soy sastre, no médico.
-Lo sé...
-¿Lo sabes? - la interrumpí.
-No creerás que voy a aparecer en la puerta de alguien que no conozco sin un motivo, ¿verdad? Sé que tu nombre es Leonardo, sé que tienes una hermana pequeña, sé que tus padres murieron hace unos años y haces lo imposible por salir adelante aparentando la máxima normalidad para con tu hermana. Y sé que tu oficio no es el de doctor, pero ha llegado a mis oídos que has curado a varias personas de trastornos, miedos o filias. Al menos han mejorado tras tus visitas. Debes ayudar a...
-¡Basta! - exploté, y acto seguido suavicé el tono de voz -. En primer lugar, no vuelvas a hablar de Erika; en segundo lugar, ¿debo? No. Es posible que debido a tu posición no estés familiarizada con el uso del término "por favor", pero es un método bastante útil para conseguir que otras personas se presten voluntarias a socorrerte; y en tercer lugar, a pesar de lo ridículo y absurdo que me parece que exista la Monarquía en pleno siglo XXI aún sigues en mi casa, es decir, no te he echado por que tengo modales, algo que, por lo que parece, no sueles emplear cuando te diriges a personas con una posición inferior a la que posees.
Tras mis palabras reinó un incómodo silencio por varios minutos. Finalmente, Esvicia volvió a hablar con un leve tono de voz.
-Héctor tiene un problema emocional que le impide hacer su labor como príncipe.
-¿Recuerdas qué fue lo que me dijiste ayer sobre los piratas y sus barcos? - le dije.
-Que me convertiré en capitana de uno de esos barcos y... - en ese instante un relámpago se dejó caer acompañado de un gran estruendo y Erika hundió la cabeza bajo las mantas de su cama. Aun así terminó lo que empezó. -... y surcaré los mares en él.
Comencé a hacerle cosquillas simulando que eran pirañas las que las provocaban y finalmente conseguí que mostrara una sonrisa, lo que la calmó bastante. Unos minutos después Erika se durmió y yo me levanté de aquella cama para hacer lo propio. Fue entonces cuando oí llamar a la puerta. Me quedé inmóvil unos instantes hasta que comencé a dirigirme a la entrada de la casa. Sin pararme a pensar abrí la puerta sin preguntar quién se encontraba al otro lado. Una figura de mujer vestida de negro apareció tras la misma. No podía ver su cara, pues un paraguas del mismo color que los ropajes lo impedía.
-¿Qué desea? - La mujer se apartó el paraguas del rostro con excesiva lentitud. Cuando lo hizo me percaté de que conocía a la persona que se encontraba frente a mí. En realidad sería difícil encontrar a alguien que no lo hiciera -. Vaya, nunca imaginé a la princesa Esvicia llamando a mi puerta.
-¿Puedo entrar? Me estoy empapando.
-Pasa si gustas.
Esvicia entró en mi pequeño hogar, se quitó el sombrero que llevaba junto a su chaqueta y me los tendió para que los guardase. Cuán grande sería su sorpresa cuando le señalé un perchero donde podía dejarlo todo. Tras unos segundos de incredulidad lo hizo y repitió el gesto con su paraguas y mi paragüero.
Una vez en el salón encendí una lamparita que nos proporcionó una luz tenue cuya iluminación era más que suficiente para tratar el asunto de la princesa, sea cual fuere éste. Le ofrecí asiento en el sofá viejo y de tres cuerpos que heredé de mis padres. Ella se sentó en el extremo izquierdo y yo en el opuesto.
-¿A qué has venido a mi casa, Esvicia?
-No pareces sorprendido.
-Es sorpresa sosegada por un manto de molestia.
-¿Crees que es adecuado hablarle de ese modo a una princesa? Por no decir que usa la primera persona para dirigirse a mí.
-¿Crees que es adecuado llamar a la puerta de alguien y tras unos minutos de cháchara insulsa aún no haber expuesto el asunto del que has venido a tratar? ¿Qué es lo que quieres, Esvicia?
La cara de Esvicia fue adquiriendo gestos de enojo añadidos a los de sorpresa que ya poseía. No podía evitar sentir algo de placer al contemplar su incomodidad. Pero era ella la que se había presentado en mi casa en plena madrugada, ¿no?
-Tengo entendido que puedes solucionar problemas emocionales.
-Soy sastre, no médico.
-Lo sé...
-¿Lo sabes? - la interrumpí.
-No creerás que voy a aparecer en la puerta de alguien que no conozco sin un motivo, ¿verdad? Sé que tu nombre es Leonardo, sé que tienes una hermana pequeña, sé que tus padres murieron hace unos años y haces lo imposible por salir adelante aparentando la máxima normalidad para con tu hermana. Y sé que tu oficio no es el de doctor, pero ha llegado a mis oídos que has curado a varias personas de trastornos, miedos o filias. Al menos han mejorado tras tus visitas. Debes ayudar a...
-¡Basta! - exploté, y acto seguido suavicé el tono de voz -. En primer lugar, no vuelvas a hablar de Erika; en segundo lugar, ¿debo? No. Es posible que debido a tu posición no estés familiarizada con el uso del término "por favor", pero es un método bastante útil para conseguir que otras personas se presten voluntarias a socorrerte; y en tercer lugar, a pesar de lo ridículo y absurdo que me parece que exista la Monarquía en pleno siglo XXI aún sigues en mi casa, es decir, no te he echado por que tengo modales, algo que, por lo que parece, no sueles emplear cuando te diriges a personas con una posición inferior a la que posees.
Tras mis palabras reinó un incómodo silencio por varios minutos. Finalmente, Esvicia volvió a hablar con un leve tono de voz.
-Héctor tiene un problema emocional que le impide hacer su labor como príncipe.
Dos días habían transcurrido desde la visita de Esvicia; ahora esperaba a Héctor. Me había sentado en el sillón color granate que había junto a la puerta que permitía pasar al salón. Héctor tenía un problema de timidez, no timidez corriente y moliente, no; sino un problema mucho más serio. Todos sus discursos para la radio o la televisión habían sido grabados previamente y con la menor cantidad de personas posibles a su alrededor. Pocos días atrás se había cumplido un año desde que heredó la corona de su padre y se convirtió en rey, y su mujer, Esvicia, como último recurso, había acudido a mí para resolver el problema, pues bien sabía que algunos fines de semana me gustaba visitar a niños enfermos para hacerles olvidar por unas horas las enfermedades por las cuales se encontraban en un hospital.
Oí golpear la puerta de la entrada de un modo suave pero decidido. Me levanté del sillón y fui a abrir la puerta. Al hacerlo encontré a Héctor con cara de pocos amigos. Me miró pero no dijo nada.
-¿Vas a pasar o prefieres quedarte ahí?
-Preferiría que este encuentro se hubiese dado en mi casa.
-Lástima que no estuviera en tus manos la decisión.
-¿Disculpa? - dijo con el ceño fruncido.
-Yo te ayudo, yo escojo el lugar del encuentro.
-¿Y piensas cobrarme lo mismo que a una persona corriente?
-Oh, no. Pienso cobrarte mucho más.
-¡Esto es un escándalo!
-Por mucho que a mí me pese, eres el rey y puedes permitírtelo. Se te debería caer la cara de vergüenza sólo por la posibilidad de que te estés comparando con alguien con profesiones como panadero o albañil, profesiones mucho más dignas que la tuya; si es que a lo tuyo se le puede llamar profesión.
-No me parece justo - volvió a sonar algo más calmado.
-¿Justo? ¿Quieres saber lo que no es justo? Lo que verdaderamente no es justo es que me tenga que inventar excusas por no poder comprarle un juguete a mi hermana para no decirle que llegamos justos a final de mes, no es justo que yo trabaje doce horas al día y mi sueldo se esfume sólo en comida y en los cuidados que esta pequeña casa necesita, no es justo que gente a la que le sobra el dinero cometa delitos de corrupción para conseguir más, no es justo...
-Está bien, lo entiendo - dijo mientras su rostro adoptaba un leve gesto de comprensión.
-Mira Héctor, vas a tener que aceptar mis condiciones dado que no te voy a pedir nada que no puedas lograr.
-No lo sé...
-Mi palacio; mis normas.
-¿Tu palacio?
-Sí, de 40 m², pero es mi palacio. Aquí gobernamos Erika y yo.
-De acuerdo, acepto tus condiciones.
Al día siguiente, y tras aclarar las condiciones, volví a escuchar como golpeaban la puerta de la entrada. De nuevo era Héctor, que acudía al primer y, sin que él tuviera la más mínima idea, último encuentro. Abrí la puerto y lo invité a pasar al salón. Cuán grande fue su sorpresa cuando encontró en el salón veintiuna personas, veintitrés si nos contábamos a nosotros.
-¿Qué es esto? - dijo.
-Siéntate - una vez lo hizo continué hablando -. Veo que has traído uno de tus discursos en papel, tal y como te pedí. Léelo.
-Perdona, ¿qué?
-Ya me has oído.
Héctor comenzó a leer y segundos después se trabó. Continuó leyendo y continuó trabándose.
-¡No puedo hacerlo, no lo lograré jamás!
Fue en ese momento cuando hice algo que ni Héctor ni ninguna de las otras personas que allí se hallaban esperarían jamás que hiciera. Le dí la bofetada más fuerte que un rey de los tiempos actuales haya podido recibir jamás. En la sala estalló un silencio sepulcral y todos, salvo yo, mostraban en su rostro gestos de sorpresa y terror.
-¡Pero cómo osas ponerle la mano encim...!
-¡Lee!
-¡No pienso...!
-¡Lee! - repetí.
Volvió a crearse otro silencio incómodo de sorpresa y terror en el salón, pero finalmente Héctor comenzó a leer.
¿Lo adivináis? Exacto, en esta ocasión no se trabó. Tampoco lo hizo en otras. No volvió a trabarse nunca más. ¿Pensáis que el mejor modo para enfrentar un problema es una bofetada? ¿La violencia? No, la bofetada la recibió el miedo que inundaba el cuerpo de Héctor. Un miedo que nunca había sido abofeteado antes dados los métodos de educación que reciben la gran mayoría de personas de alta alcurnia. De hecho, creo que es la primera y última bofetada que he dado en mi vida. Por supuesto, Héctor me pagó, más que a una persona corriente, como el solía denominarlas. Con el dinero compré juguetes y libros de aventuras para Erika, y yo busqué un hueco en mi apretada agenda de trabajo y fui a un concierto por primera vez. Fue maravilloso.
sábado, 5 de septiembre de 2015
LOS VERSOS COMPRADOS
El alma de un poeta llora desconsolada en un rincón de nuestro presente, pues impostores que se denominan a sí mismos poetas la torturan. En lo más hondo de sus entrañas esta alma recuerda unos versos de amor, unos versos que hacían que su corazón latiera con fuerza y su piel se erizase, unos versos que emanaban de los sentimientos más puros que un ser humano puede poseer. No obstante, aquella alma que solloza en el silencio de la noche se siente desgarrada. Los falsos poetas utilizan la poesía para ser del agrado del poderoso caballero, mas sus versos son ofensivos. Los más ofendidos no son los amantes de la poesía, sino la poesía en sí misma. Tú, ser monstruoso: cada vez que tus manos rozan una pluma matas un poco más a la poesía; tú, alimaña con una fama notoria que lograste en otro campo: apártate de la poesía y deja que ésta fluya por el valle de los más puros sentimientos. La poesía no quiere emplear un lenguaje soez acompañado de cierta elegancia; el deseo más profundo de la poesía es la lágrima derramada. El llanto provocado por el más bello romanticismo, el llanto extraído de la más triste muerte, el llanto surgido de la impotencia acumulada tras innumerables intentos fallidos de alcanzar los más deseados sueños. La poesía no se caracteriza sólo por el deseo o el sexo; la poesía es amor, belleza, locura, muerte, tristeza, alegría... Poseedores de escasa inteligencia son los que malgastan su capital en versos soeces plagados de sexo y ausentes de pasión y lujuria.
Aún todo no está perdido, amada alma poetisa; aún, en los recovecos más inimaginables, hay escondidos grandes poetas de puros sentimientos y grandes dotes que te satisfarán. Tu llanto no es hermoso, pues son las heridas de la poesía las que te hacen sufrir; tu llanto es desconsolador, pues crees que la poesía ha muerto, entretanto la verdad nos dice que se encuentra gravemente enferma y torturada. Cesa tu llanto, alma bella, pues mientras caminen en el mundo personas como tú, que lloran el mal estado actual de nuestra amada poesía, ésta nunca morirá, pues somos nosotros los que la mantenemos viva. La muerte de la poesía sería la muerte del amor, de la lujuria, del miedo, del dolor, de la ira, de la pasión... Y muchos somos los que poseemos un poco de cada uno de ellos: sentimientos.
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