-¿Recuerdas qué fue lo que me dijiste ayer sobre los piratas y sus barcos? - le dije.
-Que me convertiré en capitana de uno de esos barcos y... - en ese instante un relámpago se dejó caer acompañado de un gran estruendo y Erika hundió la cabeza bajo las mantas de su cama. Aun así terminó lo que empezó. -... y surcaré los mares en él.
Comencé a hacerle cosquillas simulando que eran pirañas las que las provocaban y finalmente conseguí que mostrara una sonrisa, lo que la calmó bastante. Unos minutos después Erika se durmió y yo me levanté de aquella cama para hacer lo propio. Fue entonces cuando oí llamar a la puerta. Me quedé inmóvil unos instantes hasta que comencé a dirigirme a la entrada de la casa. Sin pararme a pensar abrí la puerta sin preguntar quién se encontraba al otro lado. Una figura de mujer vestida de negro apareció tras la misma. No podía ver su cara, pues un paraguas del mismo color que los ropajes lo impedía.
-¿Qué desea? - La mujer se apartó el paraguas del rostro con excesiva lentitud. Cuando lo hizo me percaté de que conocía a la persona que se encontraba frente a mí. En realidad sería difícil encontrar a alguien que no lo hiciera -. Vaya, nunca imaginé a la princesa Esvicia llamando a mi puerta.
-¿Puedo entrar? Me estoy empapando.
-Pasa si gustas.
Esvicia entró en mi pequeño hogar, se quitó el sombrero que llevaba junto a su chaqueta y me los tendió para que los guardase. Cuán grande sería su sorpresa cuando le señalé un perchero donde podía dejarlo todo. Tras unos segundos de incredulidad lo hizo y repitió el gesto con su paraguas y mi paragüero.
Una vez en el salón encendí una lamparita que nos proporcionó una luz tenue cuya iluminación era más que suficiente para tratar el asunto de la princesa, sea cual fuere éste. Le ofrecí asiento en el sofá viejo y de tres cuerpos que heredé de mis padres. Ella se sentó en el extremo izquierdo y yo en el opuesto.
-¿A qué has venido a mi casa, Esvicia?
-No pareces sorprendido.
-Es sorpresa sosegada por un manto de molestia.
-¿Crees que es adecuado hablarle de ese modo a una princesa? Por no decir que usa la primera persona para dirigirse a mí.
-¿Crees que es adecuado llamar a la puerta de alguien y tras unos minutos de cháchara insulsa aún no haber expuesto el asunto del que has venido a tratar? ¿Qué es lo que quieres, Esvicia?
La cara de Esvicia fue adquiriendo gestos de enojo añadidos a los de sorpresa que ya poseía. No podía evitar sentir algo de placer al contemplar su incomodidad. Pero era ella la que se había presentado en mi casa en plena madrugada, ¿no?
-Tengo entendido que puedes solucionar problemas emocionales.
-Soy sastre, no médico.
-Lo sé...
-¿Lo sabes? - la interrumpí.
-No creerás que voy a aparecer en la puerta de alguien que no conozco sin un motivo, ¿verdad? Sé que tu nombre es Leonardo, sé que tienes una hermana pequeña, sé que tus padres murieron hace unos años y haces lo imposible por salir adelante aparentando la máxima normalidad para con tu hermana. Y sé que tu oficio no es el de doctor, pero ha llegado a mis oídos que has curado a varias personas de trastornos, miedos o filias. Al menos han mejorado tras tus visitas. Debes ayudar a...
-¡Basta! - exploté, y acto seguido suavicé el tono de voz -. En primer lugar, no vuelvas a hablar de Erika; en segundo lugar, ¿debo? No. Es posible que debido a tu posición no estés familiarizada con el uso del término "por favor", pero es un método bastante útil para conseguir que otras personas se presten voluntarias a socorrerte; y en tercer lugar, a pesar de lo ridículo y absurdo que me parece que exista la Monarquía en pleno siglo XXI aún sigues en mi casa, es decir, no te he echado por que tengo modales, algo que, por lo que parece, no sueles emplear cuando te diriges a personas con una posición inferior a la que posees.
Tras mis palabras reinó un incómodo silencio por varios minutos. Finalmente, Esvicia volvió a hablar con un leve tono de voz.
-Héctor tiene un problema emocional que le impide hacer su labor como príncipe.
Dos días habían transcurrido desde la visita de Esvicia; ahora esperaba a Héctor. Me había sentado en el sillón color granate que había junto a la puerta que permitía pasar al salón. Héctor tenía un problema de timidez, no timidez corriente y moliente, no; sino un problema mucho más serio. Todos sus discursos para la radio o la televisión habían sido grabados previamente y con la menor cantidad de personas posibles a su alrededor. Pocos días atrás se había cumplido un año desde que heredó la corona de su padre y se convirtió en rey, y su mujer, Esvicia, como último recurso, había acudido a mí para resolver el problema, pues bien sabía que algunos fines de semana me gustaba visitar a niños enfermos para hacerles olvidar por unas horas las enfermedades por las cuales se encontraban en un hospital.
Oí golpear la puerta de la entrada de un modo suave pero decidido. Me levanté del sillón y fui a abrir la puerta. Al hacerlo encontré a Héctor con cara de pocos amigos. Me miró pero no dijo nada.
-¿Vas a pasar o prefieres quedarte ahí?
-Preferiría que este encuentro se hubiese dado en mi casa.
-Lástima que no estuviera en tus manos la decisión.
-¿Disculpa? - dijo con el ceño fruncido.
-Yo te ayudo, yo escojo el lugar del encuentro.
-¿Y piensas cobrarme lo mismo que a una persona corriente?
-Oh, no. Pienso cobrarte mucho más.
-¡Esto es un escándalo!
-Por mucho que a mí me pese, eres el rey y puedes permitírtelo. Se te debería caer la cara de vergüenza sólo por la posibilidad de que te estés comparando con alguien con profesiones como panadero o albañil, profesiones mucho más dignas que la tuya; si es que a lo tuyo se le puede llamar profesión.
-No me parece justo - volvió a sonar algo más calmado.
-¿Justo? ¿Quieres saber lo que no es justo? Lo que verdaderamente no es justo es que me tenga que inventar excusas por no poder comprarle un juguete a mi hermana para no decirle que llegamos justos a final de mes, no es justo que yo trabaje doce horas al día y mi sueldo se esfume sólo en comida y en los cuidados que esta pequeña casa necesita, no es justo que gente a la que le sobra el dinero cometa delitos de corrupción para conseguir más, no es justo...
-Está bien, lo entiendo - dijo mientras su rostro adoptaba un leve gesto de comprensión.
-Mira Héctor, vas a tener que aceptar mis condiciones dado que no te voy a pedir nada que no puedas lograr.
-No lo sé...
-Mi palacio; mis normas.
-¿Tu palacio?
-Sí, de 40 m², pero es mi palacio. Aquí gobernamos Erika y yo.
-De acuerdo, acepto tus condiciones.
Al día siguiente, y tras aclarar las condiciones, volví a escuchar como golpeaban la puerta de la entrada. De nuevo era Héctor, que acudía al primer y, sin que él tuviera la más mínima idea, último encuentro. Abrí la puerto y lo invité a pasar al salón. Cuán grande fue su sorpresa cuando encontró en el salón veintiuna personas, veintitrés si nos contábamos a nosotros.
-¿Qué es esto? - dijo.
-Siéntate - una vez lo hizo continué hablando -. Veo que has traído uno de tus discursos en papel, tal y como te pedí. Léelo.
-Perdona, ¿qué?
-Ya me has oído.
Héctor comenzó a leer y segundos después se trabó. Continuó leyendo y continuó trabándose.
-¡No puedo hacerlo, no lo lograré jamás!
Fue en ese momento cuando hice algo que ni Héctor ni ninguna de las otras personas que allí se hallaban esperarían jamás que hiciera. Le dí la bofetada más fuerte que un rey de los tiempos actuales haya podido recibir jamás. En la sala estalló un silencio sepulcral y todos, salvo yo, mostraban en su rostro gestos de sorpresa y terror.
-¡Pero cómo osas ponerle la mano encim...!
-¡Lee!
-¡No pienso...!
-¡Lee! - repetí.
Volvió a crearse otro silencio incómodo de sorpresa y terror en el salón, pero finalmente Héctor comenzó a leer.
¿Lo adivináis? Exacto, en esta ocasión no se trabó. Tampoco lo hizo en otras. No volvió a trabarse nunca más. ¿Pensáis que el mejor modo para enfrentar un problema es una bofetada? ¿La violencia? No, la bofetada la recibió el miedo que inundaba el cuerpo de Héctor. Un miedo que nunca había sido abofeteado antes dados los métodos de educación que reciben la gran mayoría de personas de alta alcurnia. De hecho, creo que es la primera y última bofetada que he dado en mi vida. Por supuesto, Héctor me pagó, más que a una persona corriente, como el solía denominarlas. Con el dinero compré juguetes y libros de aventuras para Erika, y yo busqué un hueco en mi apretada agenda de trabajo y fui a un concierto por primera vez. Fue maravilloso.
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