jueves, 29 de septiembre de 2016

EL DETECTIVE DESEQUILIBRADO

Nos encontramos en la sala de interrogatorios de una comisaría. Dos agentes interrogan a un hombre del cual no poseen ninguna información, ni siquiera su nombre. El hombre había sido detenido por borrar sus propios datos del registro civil con una memoria USB en la que previamente había introducido su nombre, ahora un dato desconocido entre otros muchos, y que, gracias a eso, el sistema se había encargado automáticamente de buscar todos los archivos relacionados con aquel nombre y eliminarlos. La memoria USB quedó inservible tras su uso.
   Llovía estrepitosamente, fácilmente podían oírse los truenos del exterior con asiduidad. Los ráfagas de luz que emitían los mismos también podían contemplarse a simple vista.
   —¿Cómo se llama? —preguntó uno de los agentes algo irritado. Pero aquel hombre, sus manos esposadas a la mesa junto a la que se encontraba sentado, se limitó a alzar la mirada con expresión de leve desesperación—. ¿Es que no va a responder?
   —Caballero, le he respondido a esa pregunta en tres ocasiones. Volver a hacerlo me parecería perder tanto mi tiempo como el suyo.
   —No esperará que crea que usted es él, ¿verdad?
   —Lo que usted decida creer no es en absoluto de mi interés, perdone que sea tan directo, pero me duelen un poco las muñecas y llevo con deseos de levantarme y estirar las piernas desde hace largo tiempo.
   El otro guardia, que había entrado una media hora después que el primero, quiso saber qué nombre era ése tan difícil de creer.
   —Es absurdo, este hombre dice ser...
   —¡Soy Sherlock Holmes, mentecatos!
   El segundo guardia quedó perplejo por unos segundos, no se le ocurría qué decir, hasta que mostró una leve sonrisa que hizo sonreír también al primer guardia.
   —Agente Jeremiah, ¿se encuentra mejor su esposa? —preguntó el hombre esposado dirigiéndose al primer guardia, lo que hizo que éste perdiera rápidamente su sonrisa—. Y agente Harper, veo que le gusta pasar largo rato con su nueva mascota en el regazo. A mi me torturaría tanta tranquilidad y tiempo libre.
   Los dos agentes cruzaron las miradas y acto seguido ambas fueron dirigidas a aquel hombre que los acababa de asombrar.
   —¿Cómo puede saber eso? Así que finalmente se ha delatado a sí mismo y nos ha hecho descubrir que es un espía, ¿eh? —preguntó Jeremiah.
   —¡Sí, hable de una maldita vez! —gritó Harper.
   —No se imaginan cuánto envidio sus cerebros, tan poco ejercitados y desarrollados. El mío es una autopista en hora punta en la que cada coche viaja una idea y éstas, a su vez, son acompañadas por pequeñas conjeturas y suposiciones.
   —¡Responda a la pregunta, maldito chalado! —gritó también Jeremiah.
   —Si se parasen a observar unos minutos, verían que la respuesta es de lo más sencilla. Agente Jeremiah, la alianza que lleva en su dedo anular está demasiado reluciente, como si la hubiera limpiado esta misma mañana, lo cual me hace imaginar que su esposa ha sufrido algún tipo de enfermedad o accidente y usted ha abrillantado su alianza, pues se trata de un objeto significativo con el que muchos creen estar manifestando gran amor en esa aburrida ceremonia llamada boda, en señal de mostrar que se preocupa por ella y que todavía la ama. Por otro lado, el asunto del agente Harper es mucho más sencillo, pues tiene restos de pelaje de gato sobre sus rodillas, y eso me lleva a pensar que ha estado con el ya mencionado gato en el regazo mientras desayunaba esta mañana en su casa y leía el periódico. El gato debió estar largo tiempo sobre sus piernas, pues aunque puede apreciarse fácilmente que se ha sacudido el pantalón, había bastante pelaje sobre él y no ha podido quitarlo al completo.
   Aquel hombre terminó de hablar y observó con una leve sonrisa y una mirada algo arrogante a los dos agentes que no podían contradecirle, pues había acertado en todas y cada una de las palabras que había pronunciado. Minutos después, Jeremiah reaccionó:
   —¡Se acabó! ¡Esto es el colmo!
   Se dirigió al hombre que decía ser Sherlock Holmes, liberó su mano izquierda de las esposas, le hizo ponerse de pie, le puso las manos en la espalda y volvió a esposar la mano que instantes antes había liberado.
   —¿Qué vas a hacer con él? —quiso saber Harper.
   —Encerrarlo, este hombre está chiflado. Que lo juzguen y determinen una sentencia. Yo me lavo las manos.
   —Pero ha acertado tod...
   —¡Me es igual! Este hombre cree ser un detective ficticio del siglo XIX, no podemos dejarlo en libertad.
   Jeremiah empujó a aquel Sherlock Holmes y ambos se dirigieron con paso firme a los calabozos de aquella pequeña comisaría.

A la mañana siguiente Harper llegó al despacho que compartía con Jeremiah y arrojó el periódico de la mañana sobre la mesa de su compañero.
   —¿Qué ocurre?
   —Tenemos que ocuparnos de ese caso.
   Jeremiah cogió el periódico, abierto por una página concreta, y leyó lo siguiente:

                                                                           ASESINATO EN LA CALLE LIBERTAD

La pasada noche se cometió un crimen de misteriosa naturaleza en el 19 de la Calle Libertad, uno de los lugares con las casas más principescas del país. Durante varios años, la gran casa con el número 19 había pertenecido a Christina Adelstein, conocida entre sus parientes y amigos por su gran afición al teatro. La señorita Adelstein era una mujer, soltera, de 27 años de edad, y a su servicio se encontraban una mujer mayor ama de llaves, la señora Villalba, y un hombre de una edad similar, el mayordomo, llamado Kepler. La primera termina su turno de trabajo a las diez y duerme en el piso de arriba. El mayordomo no se encontraba en la casa en el momento de la tragedia debido a que estaba cuidando de un hermano que se encuentra enfermo. Desde las diez, las señorita Adelstein dispuso de la casa para ella sola. Sobre las once, un vecino de la zona se percató de que la puerta de la señorita Adelstein tenía la cerradura notablemente arañada y el picaporte destrozado, por lo que también fue consciente de que la puerta se encontraba abierta. Este vecino llamó varias veces a la señorita Adelstein para ver si estaba bien, pero viendo que no recibía respuesta alguna decidió entrar en la casa. Encontró a la misma fallecida junto a sus ropas y parte del suelo ensangrentados. También se encontró muerto al perro que habitaba la casa junto a ella, un dálmata de considerable tamaño. Se cree que ambos murieron debido a varias puñaladas que recibieron en distintas zonas de sus cuerpos. No se sabe nada más por el momento.

   —De acuerdo, pongámonos en marcha.

   Pasaron dos días desde que Harper entregara el periódico con la noticia del caso y aún no se había hallado al culpable ni poseían ningún indicio que les ayudara a dar con su paradero. Ambos se encontraban en el despacho que compartían, cada uno en su respectiva silla junto a las mesas correspondientes. Entonces Harper rompió el silencio:
   —¿Recuerdas las deducciones que sacó el loco Sherlock Holmes sobre nosotros?
   —¿No estarás pensando...?
   —¿Tienes otra idea en mente? Ese hombre no es peligroso y no perdemos nada por intentarlo.
   Jeremiah miró a su compañero durante unos segundos mientras reflexionaba sobre lo que le acababa de proponer. Finalmente dijo:
   —Sea sólo por acabar de una vez con este caso.



   Los agentes llegaron a la celda de Sherlock Holmes y encontraron a este aferrado con ambas manos a los barrotes de la celda con una sonrisa en los labios.
   —¿Qué hace ahí parado?
   —Es la imagen que ustedes desean ver, ¿no? —dijo. —Un hombre con una sonrisa desequilibrada y sujetando firmemente los barrotes de la celda en la que está encerrado, con aparentes ganas de querer confesar una supuesta verdad para poder salir de la misma. Pero eso no se ajusta a la realidad.
   Tras decir la última frase la sonrisa desapareció de su rostro y soltó los barrotes para dirigirse a mirar a través de la pequeña ventana de la celda. Ambos agentes ignoraron la respuesta y el comportamiento del preso.
   —Va a ayudarnos en un caso —dijo Jeremiah.
   Sherlock Holmes desvió su mirada hacia ellos y volvió a sonreír.
   —¡Eso es fantástico! Tanto lo es que obviaré que ni siquiera me hayan preguntado y lo hayan dado por hecho. ¿De qué se trata?

Tras explicar todo lo acontecido por el momento en el caso, llevaron al supuesto detective hasta la escena del crimen. Su cara reflejaba entusiasmo y concentración a partes iguales.
   —Sabemos también que en el interior sólo se encuentran huellas de las víctimas, la señorita Adelstein y su perro. No hemos encontrado huellas de una segunda persona que podamos suponer se tratase del asesino.
   —Suena de los más interesante, agente Harper.
   Llamaron al estruendoso timbre de la vivienda y les recibió Kepler, el anciano mayordomo. Los acompañó por un largo y ancho pasillo hasta el amplio salón donde todo había ocurrido. Evidentemente, los cadáveres ya no se encontraban allí, pero por lo demás, no se había tocado nada. Sherlock Holmes se inclinó para observar más de cerca las pisadas que allí se encontraban. Minutos después volvió a su posición original.
   —¿Qué le parece?
   —Ya está.
   —¿Disculpe?
   —Ya lo he resulto.
   —No es el momento ni el lugar para bromear, señor Holmes.
   —Se lo voy a explicar y lo mejor será que me escuche atentamente porque no volveré a repetirlo: es evidente que a la señorita Adelstein no se ha suicidado y que, por lo tanto, ha sido asesinada. Pero ¿por qué no hay huellas de una segunda persona? Pues porque el asesino no la mató dentro de la casa, lo hizo en el exterior.
   —Entonces, ¿quién la obligó a salir de la casa?
   —Un perro.
   —¿Un perro?
   —Elemental, un perro de la misma raza y tamaño del que convivía con la señorita Adelstein. La obligó a salir de la casa mientras la mantenía mordida, la llevó hasta el lugar donde se encontraba el asesino y una vez muerta el perro la trajo de regreso. Vayan al bosque y muy posiblemente encuentren atado un dálmata a uno de los muchos árboles que allí se encuentran, desátenlo y regresará con su dueño, el asesino que buscamos.

Unos veinte minutos después de emprender la búsqueda encontraron al perro atado a un árbol. Tras desatarlo comenzó a correr y algunos de los agentes quedaron rezagados, pero finalmente el dálmata les guió hasta una pequeña cabaña en la que encontraron a una mujer que, tras ver a varios agentes en su hogar, confesó de inmediato.
   —¿Se sabe el motivo por el cual cometió el asesinato? —quiso saber Sherlock Holmes.
   —Parece ser que la señorita Adelstein coqueteaba con un hombre el cual le correspondía pero del que también estaba enamorada la mujer de la cabaña.
   —Ah, el amor. Cuánto me alegro de que las emociones no tengan poder en mí.
   —¿Podemos agradecérselo de alguna manera? A parte de otorgarle la libertad, por supuesto —dijo Jeremiah.
   —Pues hace bastante que lo perdí y querría comprar uno nuevo.
   —Lo que sea. ¿De qué se trata?

   El peculiar Sherlock Holmes volvió a su hogar, un cenicero y un cigarrillo descansaban en un pequeña mesita junto a la ventana del salón de su hogar y sonreía junto a ésta mientras improvisaba varias melodías con su nuevo violín.


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