sábado, 2 de julio de 2016

ANNE-MARIE

   Cumplíase una semana desde que Anne-Marie habitaba en el Convento de la Santa Piedad. Sus padres la habían destinado a aquel lugar porque creían que los ideales por los que se regía su hija no sólo no eran los que ellos consideraban correctos, sino que además pensaban que eran enfermizos y gravemente absurdos.

   Cuando Anne-Marie vivía en casa de sus padres, en un ciudad medianamente moderna, tenía como amigo a un chico homosexual, un chico llamado Henry. Habían quedado en varias ocasiones para ir al cine, tomar algo o simplemente pasear. Una vez fueron al cine de clásicos que había en la ciudad a ver Forajidos. Ambos disfrutaron mucho de aquella película. Anne-Marie quedó embelesada por aquella Ava Gardner de los años 40, le pareció preciosa.
   Tras salir del cine ni siquiera atardecía, lo cual quería decir que tenían tiempo de sobra para ir a los jardines que se situaban dos calles más abajo a tumbarse entre las finas briznas de hierba y dejar que éstas les cosquillearan los tobillos y muñecas, las únicas extremidades que no cubrían las informales vestimentas que llevaban. Fue entonces cuando el señor Wells, el padre de Anne-Marie, acompañados de un par de compañeros de trabajo y amigos, los vio cómo reían y se pellizcaban, haciendo honor a esas sanas y divertidas tomaduras de pelo propias de los adolescentes. Tras un «Disculpad» destinado a sus dos acompañantes, el señor Wells se dirigió a los dos jóvenes. Al llegar a ellos sujetó a su hijo del brazo, la hizo ponerse en pie y ambos marcharon, de este modo, a casa.
   Una vez en el hogar, Norman Wells, pues ese era su nombre, encolerizado, miró a su hija y dijo:
   —¿Qué diantres estabas haciendo?
   —¿Qué crees que estaba haciendo? Porque no entiendo nada de lo que está pasando.
   —Mis compañeros de trabajo te han visto acompañada de ese...
   —¿De ese qué? — preguntó Anne-Marie comenzando a enfadarle el rumbo de la conversación.
   —¡De ese bujarra! —estalló su padre. —¿Tienes idea de la posición en me dejo eso a mí? ¿Qué les voy a decir mañana a la gente que trabaja conmigo?
   Anne-Marie no pudo contener tanta vergüenza e impotencia que le hacía sentir su padre que, por primera vez, se enfrentó a él sin pensar en las consecuencias que ello podía acontecer:
   —¡Ese chico se llama Henry, y es más hombre de lo que tu serás jamás, desgraciado!
   Tras escasos segundos de perplejidad por parte del señor Wells, éste le propinó una fuerte bofetada a su hija, que cayó al suelo. Se levantó rápidamente, con los ojos llenos de lágrimas, y se fue corriendo a su habitación. Su madre, que lo había oído todo, llevaba largo rato llorando en la habitación de matrimonio que compartía con su marido.
   Al día siguiente comunicaron a Anne-Marie que sería internada en un convento llamado Convento de la Santa Piedad. Su padre le dio un folleto. «Para que te vayas familiarizando con el lugar»  le dijo.

   Tras una semana en aquel convento, la ansiedad y rabia que sentía hacia su padre habían disminuido considerablemente, pero aún las conservaba. Anne-Marie sabía que si volvía a ver a su padre, esos sentimientos volverían a ella con la misma intensidad que la primera vez.

   Anne-Marie no era creyente, nunca lo había sido ni lo sería; pensaba que una vez transcurridos unos meses la sacarían de aquel lugar. El resto de monjas, tanto novicias como las que llevaban años en el convento, conocían la inexistencia de fe en ella. Aun así Anne-Marie se llevaba muy bien con todas, pues, aun no creyendo en las historias de La Biblia, mostraba interés por conocerlas porque le resultaban interesantes como relatos de ficción, aunque ella jamás los definió así para no herir los sentimientos de las demás, razón por la que Anne-Marie caía bien en aquel lugar.

   Había llegado la noche; una noche fría pero sin lluvia en la que Anne-Marie no conseguía conciliar el sueño. Se acordó de Henry y de lo que lo echaba de menos. Se acordó de su madre y se preguntó si su padre estaría tomándola como fuente en la que descargar el enojo que debía tener con su hija. Alejó ese pensamiento de su mente, pues de ser cierto ella no podría hacer nada al respecto. Se acordó de la libertad que ya no poseía. Se acordó de poder vestir con prendas que ella misma pudiese escoger. Se acordó de poder decir tacos sin que nadie le llamara la atención. Y sumida en esos recuerdos se le fueron cerrando los ojos hasta quedarse dormida.

   Por la mañana se percató de que su camisola interior tenía una rasgadura en diagonal que perfectamente podría haberse llevado a cabo con un cuchillo. Quedóse mirando su cadera desnuda gracias a aquella rasgadura durante unos minutos cuando escuchó el arrastrar de lo que parecían unas cadenas. Dirigió la mirada hacia donde se producía el sonido: unos de las esquinas de su pequeño cuarto. En ella vio a un hombre adulto prisionero de unas cadenas cerradas sobre sus dos muñecas y su cuello. Los extremos opuestos de las cadenas concluían en la pared donde se encontraba aquel hombre cabizbajo; no se le veía el rostro. Estaba desnudo salvo por una especie de trapo grande y desgarrado que usaba para ocultar sus vergüenzas. El hombre murmuraba algo:
   —Ayúdame... Libérame... Estoy...
   Anne-Marie no oía lo que aquel hombre estaba diciendo, así que, a pesar del miedo que sentía en ese momento, aguzó el oído para intentar comprender aquellas palabras.
   Fue entonces cuando aquel hombre, con una velocidad imposible, corrió velozmente quedando so rostro a escasos centímetros del de Anne-Marie.
   —¡LIBÉRAME! — gritó.

   Anne-Marie despertó empapada en sudor; le temblaban las manos. Tardó unos instantes en percatarse de que todo había sido un sueño. Miró entonces la rasgadura pero allí no había nada, sus ropas estaban intactas.

   Tras recuperarse completamente de su pesadilla, Anne-Marie se encontraba en la laguna que había junto al convento. Se había desprovisto de sus ropajes de novicia, por lo que volvía a llevar únicamente la camisola y un amplio collar de bolas circulares de madera coloreadas de negro. El agua le cubría hasta las rodillas; miraba su reflejo mientras su largo cabello negro quedaba a muy poca distancia de tocar la laguna. Movía el agua con su mano para deformar su reflejo hasta que instantes después volvía a aparecer con claridad, pues hacía un día soleado de lo más agradable.


   Continuaba deformando su reflejo con la mano hasta que éste tardo más de lo esperado en volver a formarse. Cuando lo hizo, el reflejo que contempló carecía de una larga cabellera, más bien al contrario, su pelo era escaso, como si lo acabasen de cortar. Era el hombre de su pesadilla. Anne-Marie, asustada, tropezó cayendo sobre el reflejo y quedando totalmente calada.

   Pasaron días antes de que Anne-Marie dejara de pensar en aquel reflejo que vio en la laguna. Pasaron meses, pues ya vestía el ropaje de monja y no el de novicia, cuando la pesadilla volvió. Se encontraba en su habitáculo cuando una voz que ya conocía la hizo despertar.
   —Libérame, por favor...  — susurraba.
   Anne-Marie, enfrentándose al terror que la invadía, preguntó:
   —¿Quién eres? ¿Qué quieres?
   —Debes liberarme. Astartea me tiene preso y no me deja marchar a los Cielos. Me usa para vengarse del mal trato que sufre por parte de Astaroth, su marido. La desprecia, la aborrece y, por parte de ella, el sentimiento es mutuo, pero ha decido desatar su ira en mí, un simple granjero. Tienes que ayudarme, por favor, tienes que...
   En ese mismo momento el armario donde Anne-Marie guardaba su ropa calló al suelo y una de las cortinas que acompañaban a la ventana prendía en llamas no demasiado grandes. Un espeso humo comenzó a invadir la habitación. La chica, que aún estaba en la cama, sintió que había una tercera presencia. Cuando el humo se disipó pudo ver a Astartea. Da la cabeza de este ser emergía unos cuernos de media luna. Su cuerpo era rojizo. Un rojizo tan oscuro que parecía negro. Pero era hermosa y temible.
   —No puedes ayudarlo, necia — dijo.
   —¿Y... y si me propusiera hacerlo?
   —Morirías. Yo te mataría.
   —Todos los seres tienen debilidades.
   —Oh, ¿y crees poder averiguar el mío?
   —¿Eso significa que es cierto?
   Astartea, enfurecida, gritó con voz demoníaca:
   —¿CREES QUE PUEDES DERROTARME? ¿CREES QUE TIENES MÁS PODER QUE YO?
   Anne-Marie sentía su corazón latiendo a una velocidad muy elevada. Alzó la cabeza para mirar a aquel demonio a los ojos y, tras varios segundos, Astartea se abalanzó hacia ella. No para golpearla, sino para penetrar dentro de ella. La poseyó.
   La chica gritaba de dolor, las llamas del mismo infierno la quemaban desde dentro. Se la oía gritar al mismo tiempo que Astartea reía. Entonces, Anne-Marie aferró un pequeño crucifijo que se situaba en la mesilla de noche. Ahora Astartea también gritaba de dolor. También se quemaba. El rostro de aquellos seres en un solo cuerpo era monstruoso.



   Finalmente Astartea se desprendió del cuerpo de Anne-Marie y ésta, aprovechando la debilidad que dominaba a aquel ser diabólico, le incrustó el crucifijo en el cráneo. Astartea aulló de dolor para a continuación desvanecerse en un montón de cenizas. Miró al hombre, que desaparecía poco a poco, su piel translúcida, y supo que lo había liberado.
   Limpió y volvió a colocar todo en su lugar correspondiente. Para su sorpresa no había nada roto. Arrancó la cortina quemada y la guardó bajo el colchón. A la mañana siguiente dijo no saber qué había sido de la misma. Al parecer nadie había oído nada con respecto a lo sucedido la noche anterior, así que ella jamás dijo nada.

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